Uno de los
episodios más enigmáticos de la literatura argentina se desarrolló entre 1878 y
1884. En el primero de esos años, una escritora completamente desconocida por
el reducido ambiente literario del período, que firmaba como Matilde Elena
Wuili, comenzó a publicar cuentos fantásticos y de horror en diversos medios de
la prensa porteña. Estos cuentos, que exhibían marcadas influencias de
Hoffmann, de Poe y del Shakespeare más oscuro y sangriento, llevaban como
título general el acápite “Historias inverosímiles”.
El interés del público pronto se hizo
sentir mediante cartas y hasta consultas en la sede de los periódicos y
revistas literarias donde la autora participaba. En varias ocasiones, llevados
por esta presión, los editores anunciaron que revelarían la verdadera identidad
de la misteriosa Matilde Elena Wuili (que en ocasiones firmaba como Wili). Sin
embargo, siempre la autora se opuso a esta medida, por lo que el suspenso
continuó entre el lectorado.
Esa
profusa circulación de artículos y de comentarios es interesante debido a que
presenta las perspectivas de la autora. En especial, que ésta no era una simple
incursora en el fantástico, sino que tenía el proyecto (cumplido
posteriormente) de realizar una serie sostenida de relatos pertenecientes al
género. Diversas referencias indican que por entonces tenía alrededor de veinte
años (lo que habla de cierta precocidad intelectual) y que había utilizado
diversos seudónimos, sin especificar cuáles.
Los seudónimos eran frecuentes en nuestra
temprana literatura femenina. Algunas escritoras usaban nombres masculinos en
la creencia de que uno de mujer no sería tomado en serio por el público y la
crítica. Es el caso de Emma de la Barra, que utilizó “César Duayén” para sus
novelas Stella (1905) y Mecha Iturbe (1906). Otras firmaban con seudónimos femeninos, ya fuera para
ocultar su verdadera identidad ante la opinión social o para no sobrecargar las
páginas de una revista determinada con excesivos trabajos bajo su nombre
auténtico. Quizá el más célebre ejemplo de seudónimo sea la inexistente poetisa
Ema Aurora Berdier, cuyas composiciones aparecieron en La Ondina del Plata
a lo largo de 1875, despertando la curiosidad de Rafael Obligado. Se trató
simplemente de una lúdica invención de Juana Manuela Gorriti y de Bernabé
Demaría, a quien pertenecían las poesías.
En 1884 apareció el anunciado libro,
firmado como Matilde Elena Wili y con un título bastante neutro: Entretenimientos
literarios. Contenía, corregidas y ampliadas, la mayor parte de las
contribuciones periodísticas de la autora. También incluía algunos textos
inéditos. Estaba dividido en cuatro secciones: “Fantasías”, compuesta por los
relatos fantásticos anteriormente mencionados; “Retratos de brocha gorda”, con
piezas costumbristas y satíricas; “Misceláneas”, auténtico cajón de sastre que
incluye artículos sobre literatura, relatos amatorios y recuerdos de viaje; y
“Páginas celestes”, integrada por poemas en prosa.
El volumen me ha permitido descubrir la
verdadera identidad de Matilde Elena Wili. Incluye dos textos, “Las nupcias de
la muerte” e “Historia de una calavera”, que habían sido publicados previamente
por Raimunda Torres y Quiroga, una escritora de aparición frecuente en las revistas literarias
del período 1876-1884.
También confirma que la autora usaba varios
pseudónimos, pues incluye textos que habían aparecido en la prensa
contemporánea bajo los nombres “Celeste” y “Luciérnaga”. En esto constituye un
caso único en la literatura argentina. Otras autoras usaban un único pseudónimo
(como Mercedes Rosas, que empleó “M. Sasor”) o a lo sumo variaban su firma
según los avatares vitales (como Eduarda Mansilla de García, que en sus tímidos
inicios se escondía tras el nombre “Daniel”, al afirmarse su confianza
artística utilizó su nombre completo y tras su ruptura matrimonial recurrió al
autónomo “Eduarda”). Torres y Quiroga, a la manera de los heterónimos de Fernando
Pessoa, emplea simultáneamente varios nombres, cada uno de los cuales remite a
un posicionamiento estético determinado, a una “imagen de artista” específica.
Así, Wuili / Wili, con su aire centroeuropeo, es usado para textos fantásticos
de cuño hoffmaniano (las
wilis eran criaturas sobrenaturales del folklore europeo, semejantes a vampiros
femeninos, y originadas a partir de los espectros de las doncellas muertas
antes de su noche de bodas). El chispeante “Luciérnaga”
rubrica los textos satíricos y costumbristas. “Celeste”, límpido y espiritual,
se reserva para las prosas poéticas.
Descubrí a esta autora en el año 2005, en
el marco de mis investigaciones para mi tesis de doctorado La literatura fantástica argentina en el siglo XIX (Madrid:
Francisco Arellano Editor, 2013), de la que pronto habrá una edición local, y
donde le dedico una extensa sección. He debido esperar hasta la publicación de la
tesis para mencionar a la autora en Internet debido a que el campo académico argentino se
caracteriza por la rapiña indiscriminada de ideas y de hallazgos, sin siquiera
cita de fuentes. Por cada persona que investiga hay diez (o más) que copian. Por ejemplo, bastó que mencionara a Torres y Quiroga en una entrevista que se me hizo en el año 2008 para que proliferaran las peticiones de quienes no se molestan en investigar por su cuenta.
La autora era completamente desconocida para la
historiografía literaria nacional. Lo cual no es algo que deba sorprender: la
literatura argentina antigua es una terra
ignota, con numerosos autores muy interesantes pero poco explorados. Por
ello, me complace anunciar que está en prensa mi edición analítica de Historias inverosímiles, una compilación
que recoge la totalidad de los cuentos fantásticos de Raimunda Torres y Quiroga,
precedidos por un completo estudio preliminar de mi autoría. Espero, de esa
forma, poder rescatar a esta soñadora de un pasado tan lejano.